jueves, 29 de noviembre de 2012

Rojaiju


Mamer nació en Paraguay en épocas de vacas flacas. Su mamá, Amparo, concibió tres flores, y a mediados de la década del ochenta vino a suelo argentino para que echen raíces. Ella, fruto de la América rural y profunda, intuía con sus sufridos dieciocho años que de quedarse sus hijos repetirían la película: una esclavitud aggiornada, un porvenir chato sin laburo, salud ni educación.
Acá soplaban aires de renovación, y la democracia prometía guiso, aspirinas y libros para todos. Lindo termómetro su historia para medir los déficits y ser conscientes de los desafíos actuales. Porque la suya es la de muchos.
Al llegar, Amparo hizo lo que pudo: jovencita y sin educación formal, se puso a trabajar como empleada doméstica en casa de una familia. Era gente piola, hijos de inmigrantes de otras épocas y latitudes que sabían lo que era escaparle al hambre y a las faltas de oportunidades. Me cuesta entender la xenofobia en países como el nuestro, forjados al calor de los flujos migratorios y la mezcla. Los paraguayos, bolivianos y peruanos de hoy son los españoles, rusos y tanos de ayer. La gran mayoría está motivada por el mismo afán de progreso y superación de nuestros nonos.
Mamer, con apenas doce años, quedó al cuidado de un tío mitad albañil, mitad changarín, demasiado laburante. Sin un adulto verdaderamente presente ningún chico puede crecer bien, y en la villa esto es regla: de a poquito fue ganando la calle y los pasillos, se rateaba de la escuela hasta que la abandonó, apareció la cerveza y la marihuana después de los picaditos, la esquina, algún robo menor. Con el correr de los años, sin prisa y sin pausa, fue dejando todo, encallando en el pantano de la marginalidad, la desidia, la falta de un real proyecto de vida que entusiasme… ¡Qué pena que para bancar la cacerola haya gente que todavía tiene que invertir salud y familia! ¿Acaso no es un claro síntoma de enfermedad social el que no tengamos tiempo para nuestros más changos?

Nos conocimos hace cuatro años, ya mayor, en una de las canchitas de la villa 24; con un grupo de la parroquia habíamos armado una escuelita de fútbol para los más chicos… él estaba ahí, fumándose un porro, haciéndose el banana. _Está todo piola_ me decía, _yo la re piloteo_. Al ser un tipo muy gracioso y medio personaje uno podía quedarse en la superficie… pero en el fondo el Mamer estaba triste, se sentía solo…
Y una fatídica noche conoció al paco… cayó y cayó, cada vez más abajo… más dolor, más angustia, más soledad, más paco… días y noches de gira, cortó lazos con sus dos hijos, su vieja y sus hermanos…
Gracias a Dios en algunos momentos de lucidez intuía que había sido creado para otra cosa: anhelando la Vida, no la mezquina y aparente si no la plena, se acercó derrotado a la parroquia a pedir ayuda… cuanto eco hacen las palabras de Jesús: “es necesario entrar por la puerta angosta”… que a contra pelo de esta cultura triunfalista en la que vivimos…  

Desde ese momento Mamer está transitando su camino de recuperación, con idas y venidas como todo en la vida.

Tuve la gracia de compartir varios meses juntos en el sur y nos hemos hecho buenos amigos. En la paz del campo, después de laburar y entre mate y mate, soñábamos con una Latinoamérica más federal y humana.


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