Un lúcido amigo que escribe desde el margen. Una mirada que vale la pena tener en cuenta.
El contacto pastoral con nuestra gente nos mueve una vez más a querer compartir con todos ustedes algunas reflexiones que surgen de la vida cotidiana de nuestros barrios. Ya en otras ocasiones hemos mencionado los innumerables valores humanos y evangélicos que se viven en estas periferias de nuestra ciudad: la familia, el sentido religioso de la vida, la solidaridad como forma de vida, la capacidad de sacrificio en el trabajo honrado son algunos de esos valores subyacentes a la vida de la gente más humilde y sencilla. Pero en esta oportunidad queremos concentrarnos en aquel valor primordial que nuestra gente custodia con celoso fervor: la opción por la vida.
La vida nunca un derecho, siempre un don y una llamada
Lo primero que queremos mostrar es como en el corazón de nuestro pueblo sencillo está latente una conciencia de que la vida no es un derecho “mío”.
La vida es un don gratuito e inmerecido que nos regala todos los días Nuestro Creador; por eso la vida esconde también un llamado de Dios a cuidarla y “administrarla” según las leyes de Dios; “como Dios manda”. Algún viejito sabio decía por ahí: “no somos sueltos” hablando de su necesidad de rezar por la salud de su hija muy enferma por esos días. Con esta expresión aquel hombre expresaba esa dependencia permanente de la vida que sólo siente el hombre y la mujer pobre que tiene muy pocas seguridades en las cuales asentar su vida.
A la vez esta expresión tan elocuente deja entrever que esa dependencia real que existe entre la vida de cada ser humano y su Creador va tejiendo un diálogo en donde el misterio de la vida da cada uno se siente como un llamado a ser “alguien” capaz de amar, gozar y sufrir. Corrido de este lugar la vida de cada uno empieza a parecerse más a una supervivencia diaria cuando no a un derrotero incierto de acciones totalmente fragmentadas carentes de sentido y vacías de contenidos auténticamente humanos.
La vida se construye desde el don que se hace permanente llamado de Dios y la respuesta que cada uno de nosotros va dando desde su libertad. Sabemos que esta experiencia cotidiana de la vida puede chocar contra muchos conceptos ilustres y elaborados que algunos construyen en los distintos laboratorios filosóficos y culturales donde todavía está ausente la dinámica personal, espiritual, comunitaria e histórica con la que vivimos en nuestros barrios. Nuestra gente humilde sigue dando un testimonio silencioso pero lleno de luz; la vida es un hecho antes que una idea. De esto se deriva el orden y el modo de su tratamiento: primero vivir, escuchar, sentir hondamente y saborear lo que pasa en nosotros y en la historia; luego reflexionar (volver a mirar lo ya vivido) y lograr forjar en nosotros un sentido nuevo a partir de lo vivido.
Es importante descubrir esta verdad: nuestra gente recibe la vida como viene, la abraza, la cuida tratando de hacerla crecer en todos sus sentidos. Y la primera manera que encuentra de traducir esta certeza es en el cuidado de la salud. Es bien conocida la expresión en nuestros pasillos: “si tenemos salud no nos falta nada”; de hecho muchos de los lugareños de nuestros barrios vinieron acá buscando zanjar una enfermedad, o alguna cirujía importante que en su tierra no se podía hacer o quizá en busca de algún medicamento especial. Incluso muchas madres jóvenes se vinieron desde muy lejos para darle un mejor tratamiento a su embarazo o queriendo cuidar mejor la salud de sus hijos o nietos.
En este sentido si la primer manera de cuidar la vida es el cuidado mínimo de la salud nos preguntamos: ¿porqué siguen siendo tan escasos los recursos, insumos y el personal de la salud en nuestros barrios?. Y si no miremos a las madres que hacen larguísimas colas en mañanas heladas con niños en brazos en los centros de salud para pedir un turno, o buscar un remedio para su bebé o quizá para pedir un kilo de leche en polvo sabiendo en la mayoría de las veces que se irán con un fracaso más encima. Por estas latitudes de la ciudad y a estas horas matinales no llegan a tierra firme los proyectos tantas veces muy bien intencionados que buscan cuidar los derechos de la mujer y del niño.
Por otra parte cuantas chicas, mujeres que padecen enfermedades tan crudas como el HIV, la tuberculósis, la sífilis no encuentran un acceso simple y llano a un tratamiento permanente y prologado para llevar la cruz de semejantes enfermedades. Pareciera que si no hay alguien que luche detrás de ellas en el hospital, alguien que de la “cara” por ellas no reciben la atención que merecen. El sistema expulsivo que padecemos le sigue diciendo a estas madres con sus niños: “no quiero que existas” y allí la marginalidad encuentra el humus perfecto para seguir forjando adeptos.
En esto debemos reconocer la entrega inmensa y generosa de un millar de médicos, enfermeros y asistentes sociales que luchan y viven con heroísmo lo pequeño del deber de cada día pero que el árbol no nos impida mirar el bosque para poder seguir encontrando caminos que nos ayuden a vivir más dignamente.
En este sentido queremos destacar que las mujeres más sencillas, crecidas en la sabiduría popular de sus madres y de sus abuelas tienen bien grabado en su almas que se llega a ser una buena mujer en la vida siendo una buena madre. El ser y hacerse mujer está íntimamente ligado al acontecimiento fundante de la maternidad. El hecho de ser madres es un llamado de Dios, es una vocación de entrega y de felicidad; toda su persona y su destino se juega en ello. Es tan fuerte y sagrada, tan entrañable y visceral la maternidad vivida en nuestros barrios que todas las otras dimensiones de la vida encuentran su sentido y su lugar sólo desde ella.
Por eso la cultura de la vida en nuestros barrios se encarna esencialmente en la cultura de la maternidad. Ser madre no se mira como un impedimento a la realización personal como mujer sino como un camino de plenitud, que sin duda tiene momentos áridos y desconcertantes; escollos sociales y económicos, encarna miedos profundos y dudas que hacen crujir los suelos de la existencia personal y familiar. Sin embargo, en esos momentos la decisión de tener a sus hijos a pesar de todo y con todo hace más fuerte su decisión indeclinable de aferrarse a la vida.
Es cierto la plenitud de la maternidad aparece con el tiempo, tiene sus ritmos y sus modos propios muy lejanos de ansiedades turbulentas y efímeras del “aquí y ahora” que muchas veces impone la cultura de la ciudad también muy metida en nuestros barrios.
Pero miremos ahora a esas chicas que aunque muy jóvenes y muy pobres han decido tener a sus hijos. Por ejemplo aquella joven que trabajaba en el servicio doméstico de una familia con un buen pasar económico y que al contarle a su patrona de su embarazo le propuso “sacárselo” a condición de perder el trabajo. Escuchemos la respuesta sabia de esta mujer: “señora siempre fui pobre, nunca tuve nada y usted me quiere sacar lo único que es mío.” Y así con una lágrima sagrada y dejando íntegra y fuerte su dignidad de mujer dejó aquel trabajo y quedó sola sin nada ni nadie en la calle. Hoy ha encontrado un lugar para vivir y tiene a su hijo con ella; lo deja en una guardería y trabaja todos los días. Su sonrisa brilla, su corazón se agiganta cuando sabe que va llegando a su casa y que su hijo la espera para agradecerle el simple hecho de vivir.
Pensemos en esa chiquita de sólo catorce años que habiendo quedado embarazada de su primer noviecito decide encarar a sus padres para contarles y recibe gritos, acusaciones y reproches de sus padres. Con dolor en su alma de niña escucha de ellos mismos la propuesta atolondrada y alienante de “quitarse el bebé”. La niña con corazón de madre sintiendo que el mundo se desmorona sobre sus hombros grita dejando salir ese rugido feroz y maternal: “aunque tenga que tener a mi hijo en la calle, yo quiero tenerlo”. Sin duda que aquel coraje de madre primeriza hizo sufrir mucho a los padres que hoy mirando a su nieto le piden perdón a Dios por haber pensando en aquella siniestra posibilidad.
Pero miremos a esa chica de veintitrés años; trabajadora, estudiosa y criada en una familia numerosa tan pobre como digna en su vivir. Ella viene transitando un noviazgo largo y desgastado de años con un muchacho igual de bueno, honesto y sacrificado que ella. Queda embarazada y ella siente que su relación de noviazgo no está preparada para fundar una familia y entonces empieza a morder en su conciencia la idea de hacer un aborto. Este pensamiento cobra cada vez más figura en su interior y empieza a conquistar su libertad. Empieza a preparar el escenario económico y a disponer la organización para concretar la decisión; todo parece estar aparentemente acomodado. El maquillaje de sus justificaciones ha dejado sedada su conciencia y ha anestesiado toda su maternidad; la pulseada parece haberla ganado la falsedad de sus argumentaciones egoístas.
Sin embargo, un día mira un bebé en brazos de su madre mientras viaja a su trabajo y de pronto le aflora en su corazón todo un mudo de recuerdos y sentimientos muy vinculados a la vida, a la familia y a la fe en la que ha crecido. El motor interior de su memoria espiritual le da fuerzas para repensar su decisión, se acerca a su madre lo comparte con ella y al decirlo reconoce la gravedad de la decisión que está tomando y entonces se desarma en un llanto profundo y desconsolado. Gracias a Dios esta mujer llegó a tener su hijo, hoy lo cría con su marido y piensan tener muchos hijos más; la crisis de su noviazgo era quizá no animarse a formar una familia; gracias a Dios pudo escuchar su corazón de madre y dejarse conducir por ese hijo hacia la paz.
Pero no es todo, la fe en Jesucristo nos hace ir más allá. Pensamos en tantas chicas y madres que viven en el seno de la marginalidad. Pasan sus días en la calle entre la alienación del consumo del paco y la degradación de la prostitución. Así van pasando los días sin destino, sin sentido, hacia la nada. De pronto quedan embarazadas y el hijo que llevan adentro crece en la calle con ellas; participa del consumo activamente, comulga con la desesperación de su madre por buscar dinero para consumir y sufre el coletazo de todas las enfermedades que vienen detrás: sífilis, HIV, desnutrición, descalcificación, etc.
Estas madres embarazadas en consumo y prostitución permanente es una situación escandalosa que clama al cielo y creemos que no podemos ser indiferentes. Tendríamos que pensar seriamente ¿qué atención reciben estas chicas cuando van a los hospitales estando en la calle? O también ¿qué seguimiento hay de esos embarazos?. Y si una chica se quiere recuperar estando embarazada; ¿qué lugares hay de tratamiento a la adicción para las embarazadas con posibilidades de tener a sus hijos con ellas mientras hacen el vía crucis de la recuperación? El atajo para resolver esta situación de inmediato tiene generalmente dos senderos: pensar que ellas son una amenaza para el bebé que nace entonces, en el mejor de los casos, cuando nace el bebé es urgente quitárselo o si el aguijón de la muerte llega antes inducir a la madre a que es mejor abortar ese bebé.
Ahora nos preguntamos: ¿no es mejor pensar que ese hijo es una enorme oportunidad de reconstruir ese tan ansiado sentido de su vida? ¿No sería más serio darnos repensar un camino de acompañamiento y prevención permanente para estas madres embarazadas que quieren tener a sus hijos aún estando en la calle sumergidas en la adicción? ¿Tendremos el corazón preparado para escuchar su desesperación y descubrir que todo nuestro organización social no sólo es expulsivo en muchos sentidos sino que de a poco se ha transformado en “abortivo”?
La Iglesia que vibra en su maternidad en estos barrios y no aborta nunca a nadie y ha sabido acompañar y conducir a muchas de estas chicas tan abandonadas pero a la vez tan madres. Es una paradoja más de la historia que las más marginadas sean en muchos casos las que conserven más vivo el sentido de la maternidad no por la calidad de su cariño o de su entrega seguramente pero si por su decisión tan aleccionadora de tenerlos igual.
Incluso muchas de ellas logran engancharse definitivamente con la vida a través de ese hijo que todos le aconsejaban abortar. El problema no son lo hijos que vienen sino la falta de acompañamiento y de cercanía real de toda la sociedad con sus madres. No nos confundamos el drama de la vida de estas mujeres no está en tener o en quitarse el bebé ya que la decisión de tenerlo es entrañable e inminente; la agonía de estas chicas y madres transita por la oscura sensación de que no hay nadie para ayudarlas a tener ese bebé y no encuentran un anclaje firme desde donde reconstruir sus vidas.
Pero miremos una de ellas a quien habíamos rescatado hacía sólo un mes y transitando el octavo mes de embarazo, llevando diez años de vida entregada al consumo y a la prostitución desenfrenada. Una noche mientras estaba por descansar en la piezita que le habíamos conseguido para que viviera con una pareja de novios ya recuperada sufrió una gran abstinencia, salió y empezó a caminar. Hacía mucho frío y estaba ya entrada la noche y mientras caminaba rompió bolsa y llegó a una conocida esquina de nuestro barrio donde no pudo más y entonces hizo llamar una ambulancia que como es acostumbrado llegó tarde. Mientras esperaba desesperada y sola pasó una amiga, vieja compañera de calle y de consumo; y con la ayuda de ella tuvo su hijo en la calle lo abrazo fuerte como si hubiera llegado a un puerto existencial seguro y con toda su maternidad a flor de piel emprendió su camino al hospital. Gracias a Dios en el camino llegó la ambulancia con médicos un poco avergonzados y pudo llevar su hijo al hospital.
Por otra parte nos parece importante tener bien presente el sigiloso testimonio de un sin número de madres torturadas por ese sentimiento de culpabilidad que sacude su alma reprochándole aquel acto desesperado que las condujo a realizar un aborto quizá hace años o décadas. Tenemos que poder escuchar esas voces quebradas de dolor y arrepentimiento que dicen en lo oculto lo que debemos gritar en las calles. Ellas saben y sufren lo que hicieron; el corazón maternal es visceral, entrañable, lúcido y elocuente en ricos y profundos sentimientos aún cuando el hijo ya no está con ella.
Aquel hijo que eligieron no tener es el mismo hijo que secretamente guardan y mecen en el silencio de su corazón y lo arropan con esa maternidad que aunque herida y confundida sigue permaneciendo no ya en la dulce espera de un nacimiento sino en la valiente esperanza de la resurrección final.
A pesar de no haber hecho ese parto natural y biológico de sus hijos muchas mujeres pueden por su arrepentimiento y el perdón de Dios hacer un parto espiritual de aquel hijo conquistando una relación muy misteriosa y profunda con ese “angelito” que vive junto a Dios. Son mujeres que atravesando el puente del Perdón de Dios logran salir del abismo infernal de esa culpa que carcome el pecho sin razón. Reconquistando esa ternura perdida logran vivir delante de su hijo que ahora está en el cuna eterna del Corazón de Dios. El cariño maternal que se había vuelto una bomba que implosionaba dentro del alma por no encontrar el cauce natural del hijo concebido, se ve transfigurado por la Luz de la Misericordia Divina y logra ascender hasta el Cielo. Y entonces aquel “hijo no querido” se transforma en el hijo más amado y aunque la herida de su ausencia no tenga consuelo la esperanza de tenerlo un día en sus brazos reconstruye desde adentro el amor a la vida y la decisión de tener futuros hijos.
No nos engañemos, la madre que aborta sufre mucho. Las llagas de su dolor no se curan con un barniz ideológico y cultural que alegando ser nuevo es ante todo artificial y etéreo que no logran tomar cuerpo en su corazón maternal. El dolor viene de muy adentro, de ese núcleo profundo y espiritual donde la madre siente que todos los consejeros de su aborto ya se han ido y ahora le han dejado en su regazo un sórdido gemido de la muerte que impregna su cuerpo y su alma. Un sentimiento que atraviesa todos sus estados interiores y todas sus horas, que congela sus deseos y destruye el sentido de la vida. Y ella ahora bañada por sus lágrimas sabe que si calla terminará de morir la flor de su maternidad y si comparta su infierno tiene que emprender el camino de la vida. Ambas decisiones son difíciles; gracias a Dios la vida siempre gana la pulseada y la mayoría de ellas logra hacer la dura escalada de encontrarse de nuevo con la posibilidad de tener un hijo.