Mamer nació en Paraguay en épocas de vacas flacas. Su
mamá, Amparo, concibió tres flores, y a mediados de la década del ochenta vino
a suelo argentino para que echen raíces. Ella, fruto de la América rural y
profunda, intuía con sus sufridos dieciocho años que de quedarse sus hijos
repetirían la película: una esclavitud aggiornada,
un porvenir chato sin laburo, salud ni educación.
Acá soplaban aires de renovación, y la democracia
prometía guiso, aspirinas y libros para todos. Lindo termómetro su historia
para medir los déficits y ser conscientes de los desafíos actuales. Porque la
suya es la de muchos.
Al llegar, Amparo hizo lo que pudo: jovencita y sin
educación formal, se puso a trabajar como empleada doméstica en casa de una
familia. Era gente piola, hijos de inmigrantes de otras épocas y latitudes que
sabían lo que era escaparle al hambre y a las faltas de oportunidades. Me
cuesta entender la xenofobia en países como el nuestro, forjados al calor de
los flujos migratorios y la mezcla. Los paraguayos, bolivianos y peruanos de
hoy son los españoles, rusos y tanos de ayer. La gran mayoría está motivada por
el mismo afán de progreso y superación de nuestros nonos.
Mamer, con apenas doce años, quedó al cuidado de un
tío mitad albañil, mitad changarín, demasiado laburante. Sin un adulto
verdaderamente presente ningún chico puede crecer bien, y en la villa esto es
regla: de a poquito fue ganando la calle y los pasillos, se rateaba de la
escuela hasta que la abandonó, apareció la cerveza y la marihuana después de
los picaditos, la esquina, algún robo menor. Con el correr de los años, sin
prisa y sin pausa, fue dejando todo, encallando en el pantano de la
marginalidad, la desidia, la falta de un real proyecto de vida que entusiasme… ¡Qué pena que para bancar la cacerola haya gente que
todavía tiene que invertir salud y familia! ¿Acaso no es un claro síntoma de
enfermedad social el que no tengamos tiempo para nuestros más changos?
Nos conocimos hace cuatro años, ya mayor, en una de
las canchitas de la villa 24; con un grupo de la parroquia habíamos armado una
escuelita de fútbol para los más chicos… él estaba ahí, fumándose un porro,
haciéndose el banana. _Está todo piola_ me decía, _yo la re piloteo_. Al ser un
tipo muy gracioso y medio personaje uno podía quedarse en la superficie… pero
en el fondo el Mamer estaba triste, se sentía solo…
Y una fatídica noche conoció al paco… cayó y cayó,
cada vez más abajo… más dolor, más angustia, más soledad, más paco… días y
noches de gira, cortó lazos con sus dos hijos, su vieja y sus hermanos…
Gracias a Dios en algunos momentos de lucidez intuía
que había sido creado para otra cosa: anhelando la Vida, no la mezquina y
aparente si no la plena, se acercó derrotado a la parroquia a pedir ayuda…
cuanto eco hacen las palabras de Jesús: “es necesario entrar por la puerta
angosta”… que a contra pelo de esta cultura triunfalista en la que vivimos…
Desde ese momento Mamer está transitando su camino de
recuperación, con idas y venidas como todo en la vida.
Tuve la gracia de compartir varios meses juntos en el
sur y nos hemos hecho buenos amigos. En la paz del campo, después de laburar y
entre mate y mate, soñábamos con una Latinoamérica más federal y humana.