lunes, 12 de noviembre de 2012

Chiquilladas


Un amigo que desde el margen nos habla al corazón...

El gordo era un pibe común, pero con la pelota dibujaba retazos de sueños. La pisaba, la hacía saltar, y cuando pateaba al arco parecía que siempre buscaba clavarla en el ángulo. Era apasionado y dejaba todo en la cancha, con algo de Tevez o Mascherano disputaba en el potrero la final del mundo en cada picado. Lo conocí de pibe, trece años nomás tenía y ya mostraba un brillo especial. Pero la adolescencia fue para él un tiempo difícil, tanto que no lo supo eludir.
Me acuerdo el cambio que hizo en el 2003. Siempre había sido inquieto y un poco travieso, pero la rebeldía normal de la adolescencia es un lujo que los pibes de la villa terminan pagando caro. Se puso cabezón, no quería ir más a la escuela, se escapaba al potrero para jugar a la pelota. La mamá estaba preocupada, sentía que se le iba de las manos y que ya no lo podía contener. A pesar de que hizo todo lo que estaba a su alcance, el pibe se le fue escurriendo como el agua entre los dedos.
Todavía venía a la Iglesia, a una casa de adolescentes que tenemos para ayudar a los pibes a que no se enganchen en giladas. Ahí practican deportes, desayunan, almuerzan, tienen computación y apoyo escolar. Recuerdo que en ese momento la vimos venir, tratamos por todos los medios de que el pibe no dejara la escuela, porque algo indicaba que era el último tren. Apareció la marihuana, algún robo menor; y frente a la alarma de su madre, un grupo de expertos le explicaron que no era tan grave, que cualquiera se fumaba un porro, que no debía ser tan sobreprotectora, que debía entender cómo era la adolescencia. De a poco fue ganando la calle y dejando todo hasta quedar varado en una esquina de la que ya no pudo desencallar.
Durante algunos años lo seguí viendo en la calle, cada vez más desencajado. Al tiempo se enfierró, robaba grande y con violencia. Se sentía poderoso. Merca, pastillas, escabio… Códigos del pasillo: ganó respeto haciéndose temer.
En una de esas noches agarró el paco, o mejor dicho, el paco agarró al gordo y no lo quiso soltar más. Recibió balazos, pasó por el instituto de menores, en más de una oportunidad estuvo al borde de la muerte. Por eso en 2008 volvió a la Iglesia, ahora a participar del Hogar de Cristo, nuestro centro de recuperación de adictos. Para él era una humillación venir, reconocerse débil, vencido por la droga. Había cambiado sus sueños de fútbol y mundiales por historias de gangsters invencibles; porque en el fondo, seguía soñando como sueñan los chicos. Detrás de todo, el gordo era un pibe.
Vino pocas veces al Hogar de Cristo, y muy salteadas, cada vez que mordía el polvo o en su corazón sentía que había nacido para mucho más. No pudo mantenerse, por más que lo buscamos en varias oportunidades para que no se siguiera hundiendo.
Le dispararon el viernes pasado, sábado a la madrugada. Un plomo de 22, uno solo, pero que de a poco lo fue desangrando. El hospital ya lo recibió muerto.
La ambulancia tardó mucho y llegó tarde, parecía la imagen de un Estado lento que no supo llegar a tiempo para ayudarlo. Me pregunto si habrá alguna respuesta para los chicos que en este momento están dejando la escuela, ya no digo para los adictos sino para los que esta noche empiezan a probar con drogas. ¿Qué mensaje reciben? ¿Qué programa se ocupa de ellos? ¿Quién les dice que vale la pena vivir, y que pueden hacerlo en serio? ¿Quién les da las herramientas para sobrevivir dignamente?

Pienso en el gordo, me acuerdo del pibito luminoso de los sueños de fútbol, y me rebelo al pensar en los miles de chicos de las villas que rebotan al llegar la adolescencia. Cosas de los chicos que en la villa se pagan caro. 

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